Y finalmente fue cierto: Boric vino a cambiarlo todo

 

La frase “Boric vino a cambiarlo todo”, pronunciada con convicción por una votante en los albores de este ciclo político, fue inicialmente interpretada como una expresión de entusiasmo generacional, más cercana a la consigna que al diagnóstico. Sin embargo, el análisis retrospectivo —que es siempre el único análisis verdaderamente riguroso en política— permite constatar que dicha afirmación no carecía de fundamento. Gabriel Boric, en efecto, vino a cambiar muchas cosas en Chile. Sólo que lo hizo en una dirección sustancialmente distinta de aquella que él y su coalición anunciaron.

Desde una perspectiva de análisis político estructural, los gobiernos no deben evaluarse exclusivamente por sus intenciones declaradas ni por la coherencia interna de su relato, sino por los efectos sistémicos que producen en el orden institucional, electoral, cultural y simbólico. Bajo ese prisma, el gobierno de Boric constituye un caso paradigmático de transformación por vía inversa: un proyecto que, al fracasar en su objetivo refundacional, terminó reordenando el sistema político completo en sentido contrario.

El primer y más decisivo de esos efectos fue el rechazo histórico a la propuesta de nueva Constitución. No se trató de una simple derrota electoral ni de un traspié circunstancial, sino del colapso de una hipótesis política central: la idea de que Chile requería una refundación institucional total para resolver sus tensiones sociales. Dos procesos constituyentes consecutivos, ambos rechazados de manera clara y transversal, clausuraron esa pretensión por una generación completa. El país no sólo rechazó un texto; rechazó una lógica política.

Desde el punto de vista histórico, Boric quedará registrado como el Presidente bajo cuyo mandato se cerró el ciclo refundacional abierto tras el estallido social. Ese cierre no fue el resultado de una decisión estratégica deliberada, sino la consecuencia inevitable de un maximalismo político que confundió legitimidad electoral con legitimidad cultural, y voluntad transformadora con viabilidad institucional.

El segundo gran efecto se manifestó en el plano territorial. Las elecciones municipales posteriores marcaron un punto de inflexión relevante: la derecha y la centroderecha obtuvieron una mayoría de alcaldías en comunas estratégicas para la gobernabilidad nacional. No se trata aquí de una lectura meramente cuantitativa, sino cualitativa. El control de comunas con peso demográfico, económico y simbólico devolvió a la derecha una plataforma territorial que había perdido, y que resulta indispensable para cualquier proyecto político de largo plazo.

La política municipal, con frecuencia subestimada por los discursos ideológicos, es el espacio donde la ciudadanía evalúa a sus autoridades con mayor pragmatismo. Seguridad, orden urbano, servicios básicos y gestión cotidiana se transformaron en los principales criterios de evaluación. En ese terreno, el oficialismo fue severamente castigado. La derecha, en cambio, reapareció asociada a capacidad de administración, control y eficacia, más que a épica identitaria.

En el ámbito parlamentario, el fenómeno fue convergente. Aunque la derecha no siempre alcanzó mayorías formales estrictas, sí consolidó una mayoría política funcional. El oficialismo perdió iniciativa legislativa, capacidad de conducción y control efectivo de la agenda. El Congreso dejó de operar como un espacio de impulso reformista y pasó a cumplir una función de contención institucional. En términos reales, ello implicó una redistribución del poder político.

Este reordenamiento territorial y parlamentario proyecta un escenario que, desde la ciencia política comparada, resulta difícil de ignorar: el gobierno de Boric dejó al país en condiciones de transitar hacia un ciclo prolongado de gobiernos de derecha. Ocho años parecen plausibles. Doce ya no resultan inverosímiles. No por una virtud excepcional de la oposición, sino por el profundo desgaste político, cultural y simbólico del proyecto que prometía “cambiarlo todo”.

Un análisis riguroso exige detenerse también en el impacto que este ciclo tuvo sobre el Partido Comunista. Paradójicamente, uno de los grandes perdedores del gobierno de Boric es el PC. En primer lugar, fue desplazado del liderazgo del campo progresista mediante la derrota de Daniel Jadue, su figura presidencial más relevante, en las primarias oficialistas. Posteriormente, el partido quedó nuevamente expuesto en el plano electoral a través de la candidatura de Jeannette Jara, quien no logró articular una mayoría social suficiente y terminó enfrentando una derrota histórica, incluso frente a un candidato identificado con posiciones de extrema derecha. Desde un punto de vista estratégico, el comunismo chileno quedó encapsulado: con una identidad doctrinaria nítida, pero sin viabilidad mayoritaria en el Chile contemporáneo.

No obstante, el cambio más profundo operó en un plano menos visible, pero estructuralmente más determinante: el cultural. Se agotó la lógica de la superioridad moral como herramienta política y se erosionó el discurso pedagógico que pretendía corregir a la ciudadanía desde el poder. Este desgaste se vio acelerado por el impacto del llamado “caso fundaciones”, particularmente los episodios asociados a ProCultura y Democracia Viva, que socavaron gravemente el relato de probidad, coherencia ética y distancia con las prácticas tradicionales de la política que había sustentado al oficialismo.

Estos casos no sólo tuvieron consecuencias judiciales y administrativas, sino que produjeron un daño simbólico profundo. Expusieron una brecha insalvable entre el discurso moralizante y la práctica concreta del ejercicio del poder. En ese contexto, Chile expresó cansancio frente a una política excesivamente concentrada en símbolos, performatividades y disputas lingüísticas, en desmedro de la gestión efectiva y la responsabilidad institucional.

A ello se sumó un hastío evidente frente al énfasis reiterado en el lenguaje inclusivo —ellas, ellos y elles; niñas, niños y niñes— que pasó de ser una señal de sensibilidad a convertirse en un factor de desconexión. No se trató de un rechazo a la inclusión en sí misma, sino al reemplazo de los resultados por la retórica y de la gobernanza por la performatividad discursiva. La ciudadanía no sancionó la diversidad; sancionó la falta de eficacia.

De este modo, el país comenzó a revalorizar conceptos que habían sido desplazados del centro del debate público: experiencia, orden, competencia técnica y responsabilidad política. Gobernar volvió a ser entendido como una tarea compleja, que exige algo más que convicción moral o legitimidad generacional.

Desde esta perspectiva, el legado de Boric no será una gran reforma estructural ni una nueva arquitectura institucional. Su legado será haber operado como un catalizador histórico que permitió al sistema político reequilibrarse, cerrando una etapa de exceso ideológico y reabriendo el espacio para una política más pragmática, funcional y conectada con las prioridades reales del país.

Finalmente, Boric vino a cambiarlo todo, pero en favor de la derecha chilena, que estaba completamente desdibujada. A veces es bueno tener un Gabriel en el panorama político, para que las cosas tomen el centro de gravedad que el país realmente merece.

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