EN BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD
Muchas personas tienen la peregrina idea de que el dinero o los logros económicos materiales son esenciales para la felicidad humana. Y aunque en público no lo dicen o sostienen lo contrario, que es lo políticamente correcto, lo creen y actúan en consecuencia.
Esta idea facilita el camino para los modelos económicos que se basan en el propósito de generación y acumulación de riqueza a través del desempeño económico individual. Y para ello se construye un modelo social que “vende” o provee las herramientas para facilitarle a un ciudadano obtener exitosamente este fin. La educación, las relaciones sociales, los valores y principios, las mediciones económicas y datos, la comunicación y la estructura social son funcionales a este sistema (o “modelo” como eufemísticamente le llaman algunos). Y hay que reconocerlo, la aplicación de este sistema genera globalmente (a nivel país) un crecimiento en las cifras económicas (PIB global y per cápita, inversión, desempleo, salud pública, infraestructura vial y otros), además tenemos mejor acceso a la tecnología (comunicaciones, salud y conocimiento). Sería imposible negarlo.
Pero las grandes preguntas que surgen ¿somos más felices? ¿somos mejores personas? ¿somos mejores ciudadanos, más honestos? ¿avanzamos como género humano? ¿tenemos un mejor planeta? ¿estamos protegiendo nuestro hábitat?
Y hay antecedentes concretos de que conseguir la felicidad (aunque sea en parte) puede ser mucho más difícil que abolir el sufrimiento por enfermedades o conseguir una casa propia. Yubal Harari un importante sociólogo israelí, en su libro “De animales a dioses” sostiene por ejemplo que en la edad de piedra el humano medio tenía a su disposición 4.000 calorías de energía al día para comida, fabricar utensilios, ropa, caza y protección. En la actualidad el americano medio utiliza 228.000 calorías de energía al día, no solo para comer si no que en su automóvil, computador, teléfono, frigorífico y televisor. Es decir, sesenta veces más que el cazador-recolector de la Edad de Piedra.
Según Harari, entre 1950 y el 2000, el PIB norteamericano pasó de 2 a 12 billones de dólares. El PIB per cápita casi se dobló. Un alud de automóviles, acondicionadores de aire, computadores, televisores, teléfonos móviles, lavavajillas, refrigeradores etc. Todos ellos más baratos y al alcance del norteamericano medio les cambió la vida cotidiana haciéndola indudablemente más fácil en las tareas diarias; sin embargo, varios estudios demuestran que los niveles subjetivos de bienestar de 1990 seguían siendo aproximadamente los mismos que en 1950. En Japón los ingresos reales medios se quintuplicaron entre 1958 y 1987, si embargo los japoneses están igual de satisfechos (o insatisfechos) que en 1950.
En Chile tenemos también nuestras cifras de fuerte crecimiento económico e incluso social entre 1989 y 2018, sin embargo, nos estalla en nuestra propia cara una crisis social sin precedentes. Y esto no es un tema de ideologías, ni tampoco de sistema económico sino de comportamiento y de expectativas.
Para Chile la evidencia de superación es irrefutable. La inflación crónica, que había alcanzado una cifra tope de más del 500% en 1974, cayó por debajo del 10% en la década de 1990 y por debajo del 5 por ciento en los años 2000. Y obviamente la inflación es un indicador real económico que afecta directamente proporcional a los que menor ingreso tienen; pérdida neta del poder adquisitivo.
Entre 1975 y 2015, el ingreso per cápita en Chile se cuadruplicó hasta alcanzar los 23.000 dólares, el más alto de América Latina. Como resultado, desde principios de la década de 1980 hasta 2014, la pobreza se redujo del 45% al 8%.
Varios indicadores muestran que este “milagro económico” benefició a la mayor parte de la población. Por ejemplo, en 1982 sólo el 27 % de los chilenos tenía un televisor. En 2014, el 97% lo tenía. Lo mismo ocurre con los refrigeradores (del 49% al 96%), lavadoras (del 35% al 93%), los automóviles (del 18% al 48%), y otros artículos. Todavía más importante es que la esperanza de vida aumentó de 69 a 79 años en el mismo período y el hacinamiento en las viviendas se redujo del 56% al 17%. La clase media, según la definición del Banco Mundial, aumentó de un 23,7 % en 1990 a un 64,3% en 2015 y la pobreza extrema se redujo del 34,5% a 2,5%.
En promedio, el acceso a la educación superior se multiplicó por cinco en el mismo período, beneficiando principalmente al quintil más bajo, que vio su acceso a la educación superior multiplicado por ocho. Esto es coherente con el crecimiento de los ingresos en los diferentes grupos socioeconómicos. Si bien entre 1990 y 2015 los ingresos del 10% más rico crecieron un total de 30%, los ingresos del 10% más pobre experimentaron un aumento del 145%.
A su vez, el índice de Gini cayó de 52,1 en 1990 a 47,6 en 2015. Si se mide la desigualdad de ingresos dentro de las diferentes generaciones, la reducción es aún mayor. Otros indicadores de desigualdad también muestran una reducción de la brecha entre los ricos y el resto de la población. El índice de Palma, que mide proporcionalmente la desigualdad de ingresos del 10% más rico en relación con el 40% más pobre, se redujo de 3,58 a 2,78 en el mismo período de tiempo, mientras que la relación entre los ingresos de los quintiles más bajos y los más altos disminuyó de 14,8 a 10,8. Todo ello no bastó para que la gente se identificara con este camino de progreso económico y social. Quería más.
Inevitablemente se cae en la idealización, y empezamos a encontrar y creer que realmente el pasto es más verde en la casa del vecino, aunque es casi seguro que ese vecino también se queja de lo que tiene, no está del todo contento y también está mirando el pasto del vecino del otro lado.
Así se instaló la idea de los “derechos sociales” que abrazó la población esperando que el Estado mágicamente le proveyera de los recursos que le faltaban para vivir mejor. Esto es una ficción, porque si no existen recursos para ello (y me refiero a recursos fiscales) es imposible lograrlo.
El problema a mi juicio, es que políticamente hemos planteado siempre como objetivo la satisfacción de las necesidades (el problema económico puro y simple como se enseña en las escuelas de economía) y no en la satisfacción de las expectativas. No nos satisface llevar una vida tranquila y próspera de acuerdo a nuestras posibilidades, en cambio nos sentimos satisfechos cuando la realidad se ajusta a nuestras expectativas.
La mala noticia es que cuando las condiciones mejoran las expectativas se disparan y las mejoras en todo ámbito (fundamentalmente en salud, conectividad y tecnología disponible) como ha sucedido las últimas décadas, éstas se traducen en mayores expectativas y no en una mayor satisfacción.
En consecuencia, los economistas tenemos nuestro problema: recursos escasos y necesidades múltiples, hacer el sistema, cualquiera que éste sea, más eficiente y transparente en ese aspecto y satisfacer la mayor cantidad de necesidades posibles.
La política tiene el suyo – canalizar las expectativas de la gente por los canales correctos, sin caer en populismos baratos y lugares comunes que generen falsas expectativas porque la gente “de a pie” esta deseosa de creer que existe esta “varita mágica” .
Ambos deben estar en sintonía para que haya paz social, tranquilidad y un poco más de felicidad colectiva.