Por Claudia Barahona Chang, Central Nacional y Comité Político del PS
En un mundo cada vez más polarizado, la tensión entre democracia y populismo no es solo un debate político, sino un punto de inflexión civilizatorio. ¿Qué está realmente en juego cuando una sociedad decide entre preservar sus instituciones democráticas o entregarse al canto de sirena del populismo?
La democracia no es solo el acto de votar cada ciertos años o en la elección de turno. Es el resultado de siglos de luchas sociales, avances legislativos, guerras, dictaduras superadas, conquistas de derechos y avances en educación, salud, ciencia y cultura. Es un sistema que se basa en el respeto de los derechos humanos, la división de poderes, la justicia social y la igualdad de oportunidades. En sociedades como la nuestra, la democracia ha sido una herramienta para reducir desigualdades históricas, aunque con deudas aún pendientes.
Por el contrario, el populismo se presenta como la solución fácil a problemas complejos. Viste ropajes de cercanía con el pueblo, pero esconde en su interior una amenaza autoritaria. No es más que un discurso emocional que busca dividir entre “buenos” y “malos”, “pueblo” y “élite”, sin proponer soluciones viables, sin rendición de cuentas. En muchos casos, es la antesala del autoritarismo: una careta que oculta el peor rostro del fascismo.
En Chile sabemos muy bien lo que cuesta perder y recuperar la democracia. Diecisiete años de dictadura cívico militar no solo se perdieron libertades, sino también miles de asesinatos, torturas, desapariciones, exilios, y un tejido social completamente roto. Pero más allá de los horrores evidentes, hubo una herencia silenciosa que caló hondo en nuestra sociedad y que persiste hasta el día de hoy: la instalación de un modelo individualista y meritocrático que nos enseñó a no confiar en el otro, a competir en lugar de cooperar, y a creer que quien no progresa es porque “no se esfuerza lo suficiente”.
La meritocracia es una trampa. Porque por más talento y esfuerzo que tenga un niño de La Legua, sus oportunidades jamás serán iguales a las de un niño que nace en los barrios altos de Santiago. El acceso a una buena educación, salud, redes de apoyo, un techo, una cama para dormir, una familia, amor y estabilidad económica son variables que no se resuelven con la voluntad individual, sino con políticas públicas, con derechos y garantías sociales, y es ahí donde entra en juego y es fundamental la política.
Por eso es un error garrafal declararse “apolítico” o decir que “todos los políticos son iguales”. Todo lo que nos rodea —el precio del pan, la calidad del aire, las condiciones laborales, los derechos de las mujeres, la seguridad, la salud, el acceso a cultura— es producto de decisiones políticas. No participar, no informarse, no votar, es renunciar al derecho de elegir quién nos representará. Y cuando los buenos se abstienen, los corruptos avanzan.
¿Qué pasa si la extrema derecha llega a gobernar? Más allá de promesas vacías, está en riesgo el retroceso de derechos conquistados: los derechos sexuales y reproductivos, la libertad de expresión, los derechos laborales, el reconocimiento de los pueblos originarios, las políticas ambientales, la igualdad de género, la educación pública, entre tantos otros.
Chile no puede darse el lujo de olvidar su historia. La democracia no está garantizada y puede volverse muy frágil. Se construye y se cuida cada día, con participación activa, con memoria, con conciencia social y trabajo colectivo.
Votar no es un acto simbólico. Es el ejercicio concreto del poder ciudadano. Es decidir quién administrará los recursos del país, quién legisla sobre nuestras vidas, quién representa nuestros intereses. No votar, o hacerlo sin informarse, es ceder ese poder a quienes no sienten ninguna conexión con la vida cotidiana de las mayorías y porque no decirlo del pueblo mismo.
Chile necesita una ciudadanía crítica, con más compromiso social, más conciencia de clase. Porque si seguimos creyendo que “nada cambiará”, lo único que garantizamos es que todo será peor, degradándose con el paso del tiempo, incluso desapareciendo como sociedad.
La democracia, con todas sus falencias, es perfectible. El populismo, en cambio, es destructivo por naturaleza.
Hoy más que nunca, sí importa quién gobierne nuestro país. Porque de ello dependen nuestros derechos, nuestra dignidad y nuestro futuro.













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