Estamos a las puertas de un nuevo ciclo de elecciones parlamentarias para renovar senadores y diputados, y con ello, la ciudadanía se prepara para el eterno déjà vu de la política chilena: la sorpresa que en realidad no sorprende a nadie, y la triste realidad del uso y abuso de los cargos internos de los partidos políticos como meros trampolines personales. Una vez más, la cúpula partidaria parece confundir la gestión de la colectividad con la agencia de colocación de puestos para sí mismos y su círculo más íntimo.
El fenómeno es tan recurrente como indignante. Observamos cómo presidentes, secretarios generales o figuras de liderazgo interno en las directivas de los partidos abandonan sus funciones orgánicas, no para dedicarse a la vida privada, sino para ser ungidos como candidatos a la Cámara o al Senado. Uno se pregunta, con genuino desconcierto: ¿es acaso la cúspide de un partido la antesala lógica e ineludible de un cupo parlamentario? ¿Es el premio por «liderar» la colectividad el derecho a convertirse en constituyente del país?
Esta práctica, lamentablemente transversal y visible en diversos sectores –se mencionan casos en el PPD o Evópoli–, revela una profunda distorsión de la función partidaria. Los estatutos y la ética democrática presumen que el liderazgo en la directiva de un partido es una tarea de servicio, de articulación política, de estrategia nacional y, fundamentalmente, de apoyo y despliegue para los candidatos que representan al partido a lo largo y ancho del país.
Cuando los líderes de un partido deciden enrocarse para ser los propios candidatos, incurren en un conflicto de roles evidente y éticamente cuestionable. ¿Cómo se puede garantizar un apoyo equitativo, transparente y vigoroso a las bases y a los aspirantes a puestos de representación en regiones y distritos si la máxima energía de la directiva está concentrada en su propia campaña y, peor aún, si la directiva misma es la que asigna los cupos que terminan ocupando?
La situación se agrava exponencialmente cuando la ambición personal se cruza con el nepotismo o los lazos de cercanía. El caso de Evópoli es un ejemplo paradigmático de esta endogamia política. No solo vemos cómo su presidente nacional utiliza su liderazgo orgánico para postular a un cupo parlamentario, sino que la figura de la secretaria general refuerza la crítica al aprovechar esa instancia, siendo además, como se ha señalado, cuñada del senador Rucio Fiero.
Aquí la cúpula parece operar bajo una lógica de vasos comunicantes: el liderazgo interno facilita la candidatura del presidente, mientras que el cargo estratégico de la secretaría general queda en manos de alguien con un vínculo familiar directo con un parlamentario en ejercicio. Este tipo de movimientos no solo levantan sospechas de tráfico de influencias o de un trato preferente, sino que envían un mensaje desolador a la militancia: el acceso a la representación no depende del mérito ni del trabajo territorial, sino del apellido o la cercanía a la jerarquía ya instalada.
El ejemplo de Evópoli, aunque no exclusivo, se convierte en un símbolo de cómo la política, en lugar de ser un espacio de meritocracia y competencia abierta, se ha transformado en un sistema de puertas giratorias endogámicas. Los cargos se heredan o se intercambian, y el liderazgo interno se utiliza como moneda de cambio para asegurar futuros escaños.
«¿Hasta cuándo uno tiene que ver la posibilidad de aprovechar estas instancias?» La pregunta es válida y resuena en el sentir ciudadano. El uso de la directiva de un partido –que debería ser el motor de la renovación– como un mero holding de intereses familiares y personales es inaceptable.
La respuesta es que esto seguirá ocurriendo mientras no haya una fiscalización ciudadana más estricta sobre la asignación de cupos, y mientras los partidos políticos no internalicen que su rol es el de facilitadores de la democracia, no el de monopolios de la representación.
El gran perdedor de esta dinámica es el resto de los candidatos del partido. Aquellos activistas de base, los dirigentes sociales, los profesionales de regiones que han trabajado silenciosamente, que sí necesitan y merecen el apoyo de sus directivas, son a menudo relegados a un segundo o tercer plano. Su experiencia y potencial se ven opacados por la necesidad de la cúpula de asegurar su propia continuidad en el poder. La energía, los recursos, la visibilidad mediática y el capital político que deberían estar a disposición del colectivo de candidatos, terminan siendo absorbidos por la ambición de unos pocos que ya detentan el poder partidario.
La ciudadanía exige una respuesta clara y urgente: ¿Por qué la directiva de un partido, que tiene la función vital de impulsar la visión de futuro del país a través de la formación y apoyo de nuevos liderazgos, prefiere utilizar ese espacio para pavimentar su propia carrera parlamentaria? La respuesta subyacente, y la más dura de aceptar, es que muchos ven en el cargo interno no una responsabilidad, sino un derecho adquirido al cupo electoral.
Es hora de exigir a los partidos que demuestren un verdadero compromiso con la renovación, la apertura y la descentralización de la política, y que la directiva se dedique a lo que debe: fortalecer la estructura y el ideario partidario, para que los mejores y más diversos candidatos, no los más cercanos al poder interno, sean quienes nos representen en el Congreso. De lo contrario, seguiremos asistiendo a esta patética función donde el liderazgo de partido es simplemente la fila de espera para el próximo escaño.
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